¡El pueblo quiere saber de qué se trata!, parece haberse
exclamado en la puerta del Cabildo porteño en la mañana del 25 de mayo de 1810.
El virreinato hispano-rioplatense estaba acéfalo. El emperador
francés Napoleón I había obligado a abdicar a los reyes españoles Carlos IV y
Fernando VII en beneficio de un José
Bonaparte convertido en un José I dudosamente dotado de esa potestad de
designar virreyes discutiblemente investida, durante tres siglos, por monarcas habsburgueses
y borbónicos sucedidos en el trono español y dotados de poderes aparentemente
fáciles de imponer a un Plata sin los poderosos emperadores aztecas e incaicos derrotados
por Hernán Cortés y Francisco Pizarro.
En aquella mañana de 1810, el Cabildo porteño recibía la visita
del pueblo negado, pocos años antes, a convertirse en súbdito del monarca
inglés Jorge III, tan alienado como Carlos II, el último monarca hispano-habsburgués
impuesto a América. De un pueblo valerosamente
enfrentado a un león británico destinado, menos de tres decenios después, a
usurpar un archipiélago malvínico concebido por Mariano Moreno como prisión
para los enemigos de una patria ardorosamente defendida por Moreno en su Plan
de operaciones. De un pueblo
apropincuado a un Cabildo dominado por lo más rancio de la sociedad porteña de
su tiempo. A un Cabildo dominado por minorías privilegiadas famosas por sus tertulias.
Tertulias amenizadas por pianistas probablemente decididas a introducir a sus
elegantes contertulios, mediante partituras europeas lentamente llegadas por mar,
en las genialidades de un compositor alemán llamado Ludwig van Beethoven. De un
Beethoven acosado en su patria por una
implacable sordera malamente paliada con las toscas trompetillas y cuadernos de
conversación destinados a los sordos de un siglo sin audífonos ni cirugías de
sordera. De un Beethoven decidido a componer
genialidades musicales que jamás oiría. De un Beethoven decidido a suprimir la
dedicatoria a Napoleón I estampada a su tercera sinfonía por un Beethoven
enardecido ante un Napoleón I aparentemente autorizado a suprimir impiadosamente
el milenario Sacro Imperio Romano Germánico y el tricentenario dominio español
sobre vastos territorios americanos.
El pueblo de
1810 quería saber de qué se trataba. Quería
saber cómo seguía la historia de un pueblo que no había querido ser súbdito de Jorge
III, ni quería ser súbdito de José I, tío de un
Napoleón III que intentaría, décadas después, convertir al hermano del
emperador austríaco Francisco José I en el emperador Maximiliano I de un
México poscolonial nacido con el efímero imperio mexicano de un Agustín de Iturbide
infructuosamente devenido en Agustín I. En pocos años Napoleón I perdería su
trono y Fernando VII recobraría el suyo. Fernando VII fallecería en 1833, con
su familia enzarzada durante once años en unas guerras carlistas destinadas a
definir quién ocuparía la codiciada silla regia sin otras colonias americanas
que las islas de Cuba y Puerto Rico. Islas jamás heredadas por Alfonso XIII, que,
a diferencia de su bisabuelo Fernando VII, perdería
irrecuperablemente su trono a manos de la Segunda República Española, desafortunada
reedición de la efímera república hispana decimonónica que intentase infructuosamente impedir la coronación del nieto de Fernando VII. Silla regia jamás heredada
por Juan de Borbón, tataranieto de Fernando VII, que jamás logró convertirse en
Juan III, pese a sus
indiscutibles derechos sobre la corona hispánica. Se lo impidió un Francisco
Franco que jamás se convertiría en el rey Francisco I preconizado por un
extravagante adulador del Caudillo de España por la Gracia de Dios, cuya
decrépita ancianidad no le impidió dictaminar inobjetablemente que sus restos
mortales fuesen velados con el chozno de Fernando VII convertido en Juan Carlos
I. Decrépita ancianidad que no impidió que el Generalísimo
desechase sabiamente el excéntrico proyecto de su esposa, doña Carmen Polo de
Franco, de convertir a su nieta María del Carmen Martínez-Bordiú y
Franco en reina consorte de un improbable Alfonso XIV
emparentado con Juan Carlos I, cuya actual decadencia física torna tan
aconsejable la proclamación anticipada de Felipe VI [1] como la abdicación
de Carlos I en beneficio de un Felipe II coronado en ese siglo XVI ingenuamente
ensalzado a principios del franquismo [2]. Napoleón I había querido entrelazar las dinastías bonapartista, habsburguesa y borbónica. Como Luis XIV, se creyó autorizado a imponer un rey a los españoles. Parecía olvidar que Luis XIV había podido fundarla rama española de los Borbones, a través de su nieto Felipe de Anjou, porque se había extinguido la rama hispana de los Habsburgo. No era ése el caso del Gran Corso.
Era evidente que el Plata de 1810 no podía seguir ligando su suerte a la endeblez de los poderes políticos europeos. Ya era hora de tomar las riendas del propio destino, en respuesta al clamor de aquel pueblo congregado ante el Cabildo porteño en la mañana del 25 de mayo de 1810. De aquel pueblo que quería saber, de pleno derecho, de qué se trataba, a qué debía atenerse.
Manuel Belgrano llevado en andas ante el Cabildo porteño, ataviado con la camiseta de la selección argentina de fútbol y portando una Copa Mundial de Fútbol que, probablemente, porte el plantel futbolístico argentino enviado a Brasil para la inminente Copa Mundial de Fútbol de 2014
[1] Nombre que
adoptará, al convertirse en rey de España, el príncipe Felipe de Borbón, hijo
de Juan Carlos I. (N.del a.)
[2]
El 19 de julio de 1936, el general español Francisco Franco Bahamonde,
nacido el 4 de diciembre de 1892, se situó al frente de una insurrección militar
estallada en Marruecos y lanzada contra la Segunda República Española. La Segunda República había sido instaurada
en 1930 con la caída de la monarquía hispano-borbónica, el exilio romano de la
familia real española y el desmoronamiento de una dictadura instaurada en 1923
en detrimento del poder de la Corona hispana y encabezada por el general Miguel
Primo de Rivera. Miguel Primo de Rivera era padre de José Antonio Primo
de Rivera, fundador del partido político de procedencia de
Franco y fusilado en 1936, a la edad de 33 años, tras habérsele acusado de
conspirar contra la Segunda República. El pronunciamiento militar de julio de
1936 fue ensalzado por el escritor Federico de Urrutia, quien instó a los
militares sublevados a eliminar “el alma vieja” de la España “del siglo XIX,
liberal, decadente, masónico, materialista y afrancesado” y reimpregnar a España
“del espíritu del siglo XVI, imperial, heroico, sobrio, castellano, espiritual,
legendario y caballeresco”. El pronunciamiento militar de julio de 1936 sumió a
España en una sangrienta guerra civil, librada entre los partidarios de la
Segunda República y sus opositores, estos últimos liderados por Franco. La guerra
civil terminó con la victoria antirrepublicana, el colapso de la Segunda
República y la proclamación de una dictadura vitalicia encabezada por Franco e
instaurada el 1º de abril de 1939. Durante el decenio de 1960, la vejez y
decadencia psicofísica de Franco tornaban imperioso que el septuagenario
dictador definiese su sucesión. El 22 de julio de 1969, Franco, fuertemente avalado
por las Cortes hispánicas, anunció oficialmente que el príncipe Juan Carlos de
Borbón, nacido en 1938 durante el exilio romano de su abuelo Alfonso XIII, se
convertiría en el rey Juan Carlos I de España al fallecer Franco, expirado el
20 de noviembre de 1975, aniversario de la ejecución de José Antonio Primo de Rivera. El 8
de marzo de 1972,
María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, nieta de Carmen Polo de Franco y Francisco Franco Bahamonde, desposó a Alfonso
de Borbón y Dampierre, nieto de Alfonso XIII e hijo del duque Jaime de Borbón (Jaime de Borbón era un vástago de Alfonso XIII inhibido por su sordomudez de asumir la corona española).
Doña Carmen Polo de Franco soñó infructuosamente con impedir la proclamación de
Juan Carlos I, primo hermano de Alfonso de Borbón y Dampierre, y convertir a su nieto político en el rey Alfonso XIV de España, con María del Carmen
Martínez-Bordiú y Franco de Borbón y Dampierre como reina
consorte. El matrimonio terminó en divorcio. Alfonso de Borbón y Dampierre
falleció en un accidente de esquí sufrido en los Estados Unidos a principios de
1989, a la edad de 52 años. Cf.PAYNE, Stanley G., Franco: el perfil de la Historia, Madrid, Espasa Calpe, abril
de 1994, pp.52, 211-215, 228-229, http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_de_Borb%C3%B3n_y_Dampierre,
http://es.wikipedia.org/wiki/Carmen_Mart%C3%ADnez-Bordi%C3%BA.
(N.del a.)