domingo, 25 de mayo de 2014

Pleno derecho

¡El pueblo quiere saber de qué se trata!, parece haberse exclamado en la puerta del Cabildo porteño en la mañana del 25 de mayo de 1810. El virreinato hispano-rioplatense estaba acéfalo. El emperador francés Napoleón I había obligado a abdicar a los reyes españoles Carlos IV y Fernando VII en beneficio de un José Bonaparte convertido en un José I dudosamente dotado de esa potestad de designar virreyes discutiblemente investida, durante tres siglos, por monarcas habsburgueses y borbónicos sucedidos en el trono español y dotados de poderes aparentemente fáciles de imponer a un Plata sin los poderosos emperadores aztecas e incaicos derrotados por Hernán Cortés y Francisco Pizarro.
En aquella mañana de 1810, el Cabildo porteño recibía la visita del pueblo negado, pocos años antes, a convertirse en súbdito del monarca inglés Jorge III, tan alienado como Carlos II, el último monarca hispano-habsburgués impuesto a América. De un pueblo valerosamente enfrentado a un león británico destinado, menos de tres decenios después, a usurpar un archipiélago malvínico concebido por Mariano Moreno como prisión para los enemigos de una patria ardorosamente defendida por Moreno en su Plan de operaciones.  De un pueblo apropincuado a un Cabildo dominado por lo más rancio de la sociedad porteña de su tiempo. A un Cabildo dominado por minorías privilegiadas famosas por sus tertulias. Tertulias amenizadas por pianistas probablemente decididas a introducir a sus elegantes contertulios, mediante partituras europeas lentamente llegadas por mar, en las genialidades de un compositor alemán llamado Ludwig van Beethoven. De un  Beethoven acosado en su patria por una implacable sordera malamente paliada con las toscas trompetillas y cuadernos de conversación destinados a los sordos de un siglo sin audífonos ni cirugías de sordera. De un Beethoven decidido a componer genialidades musicales que jamás oiría. De un Beethoven decidido a suprimir la dedicatoria a Napoleón I estampada a su tercera sinfonía por un Beethoven enardecido ante un Napoleón I aparentemente autorizado a suprimir impiadosamente el milenario Sacro Imperio Romano Germánico y el tricentenario dominio español sobre vastos territorios americanos.
El pueblo de 1810 quería saber de qué se trataba. Quería saber cómo seguía la historia de un pueblo que no había querido ser súbdito de Jorge III, ni quería ser súbdito de José I, tío de un Napoleón III que intentaría, décadas después, convertir al hermano del emperador austríaco Francisco José I en el emperador Maximiliano I de un México poscolonial nacido con el efímero imperio mexicano de un Agustín de Iturbide infructuosamente devenido en Agustín I. En pocos años Napoleón I perdería su trono y Fernando VII recobraría el suyo. Fernando VII fallecería en 1833, con su familia enzarzada durante once años en unas guerras carlistas destinadas a definir quién ocuparía la codiciada silla regia sin otras colonias americanas que las islas de Cuba y Puerto Rico. Islas jamás heredadas por Alfonso XIII, que, a diferencia de su bisabuelo Fernando VII, perdería irrecuperablemente su trono a manos de la Segunda República Española, desafortunada reedición de la efímera república hispana decimonónica que intentase infructuosamente impedir la coronación del nieto de Fernando VII. Silla regia jamás heredada por Juan de Borbón, tataranieto de Fernando VII, que jamás logró convertirse en Juan III, pese a sus indiscutibles derechos sobre la corona hispánica. Se lo impidió un Francisco Franco que jamás se convertiría en el rey Francisco I preconizado por un extravagante adulador del Caudillo de España por la Gracia de Dios, cuya decrépita ancianidad no le impidió dictaminar inobjetablemente que sus restos mortales fuesen velados con el chozno de Fernando VII convertido en Juan Carlos I.  Decrépita ancianidad que no impidió que el Generalísimo desechase sabiamente el excéntrico proyecto de su esposa, doña Carmen Polo de Franco, de convertir a su nieta María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco en reina consorte de un improbable Alfonso XIV emparentado con Juan Carlos I, cuya actual decadencia física torna tan aconsejable la proclamación anticipada de Felipe VI [1] como la abdicación de Carlos I en beneficio de un Felipe II coronado en ese siglo XVI ingenuamente ensalzado a principios del franquismo [2]Napoleón I había querido entrelazar las dinastías bonapartista, habsburguesa y borbónica. Como Luis XIV, se creyó autorizado a imponer un rey a los españoles. Parecía olvidar que Luis XIV había podido fundarla rama española de los Borbones, a través de su nieto Felipe de Anjou, porque se había extinguido la rama hispana de los Habsburgo. No era ése el caso del Gran Corso.  
Era evidente que el Plata de 1810 no podía seguir ligando su suerte a la endeblez de los poderes políticos europeos. Ya era hora de tomar las riendas del propio destino, en respuesta al clamor de aquel pueblo congregado ante el Cabildo porteño en la mañana del 25 de mayo de 1810. De aquel pueblo que quería saber, de pleno derecho, de qué se trataba, a qué debía atenerse.  

Manuel Belgrano llevado en andas ante el Cabildo porteño, ataviado con la camiseta de la selección argentina de fútbol y portando una Copa Mundial de Fútbol que, probablemente, porte el plantel futbolístico argentino enviado a Brasil para la inminente Copa Mundial de Fútbol de 2014 





[1] Nombre que adoptará, al convertirse en rey de España, el príncipe Felipe de Borbón, hijo de Juan Carlos I. (N.del a.)

[2] El 19 de julio de 1936, el general español Francisco Franco Bahamonde, nacido el 4 de diciembre de 1892, se situó al frente de una insurrección militar estallada en Marruecos y lanzada contra la Segunda República Española. La Segunda República había sido instaurada en 1930 con la caída de la monarquía hispano-borbónica, el exilio romano de la familia real española y el desmoronamiento de una dictadura instaurada en 1923 en detrimento del poder de la Corona hispana y encabezada por el general Miguel Primo de Rivera. Miguel Primo de Rivera era padre de José Antonio Primo de Rivera, fundador del partido político de procedencia de Franco y fusilado en 1936, a la edad de 33 años, tras habérsele acusado de conspirar contra la Segunda República. El pronunciamiento militar de julio de 1936 fue ensalzado por el escritor Federico de Urrutia, quien instó a los militares sublevados a eliminar “el alma vieja” de la España “del siglo XIX, liberal, decadente, masónico, materialista y afrancesado” y reimpregnar a España “del espíritu del siglo XVI, imperial, heroico, sobrio, castellano, espiritual, legendario y caballeresco”. El pronunciamiento militar de julio de 1936 sumió a España en una sangrienta guerra civil, librada entre los partidarios de la Segunda República y sus opositores, estos últimos liderados por Franco. La guerra civil terminó con la victoria antirrepublicana, el colapso de la Segunda República y la proclamación de una dictadura vitalicia encabezada por Franco e instaurada el 1º de abril de 1939. Durante el decenio de 1960, la vejez y decadencia psicofísica de Franco tornaban imperioso que el septuagenario dictador definiese su sucesión. El 22 de julio de 1969, Franco, fuertemente avalado por las Cortes hispánicas, anunció oficialmente que el príncipe Juan Carlos de Borbón, nacido en 1938 durante el exilio romano de su abuelo Alfonso XIII, se convertiría en el rey Juan Carlos I de España al fallecer Franco, expirado el 20 de noviembre de 1975, aniversario de la ejecución de José Antonio Primo de Rivera. El 8 de marzo de 1972, María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, nieta de Carmen Polo de Franco y Francisco Franco Bahamonde, desposó a Alfonso de Borbón y Dampierre, nieto de Alfonso XIII e hijo del duque Jaime de Borbón (Jaime de Borbón era un vástago de Alfonso XIII inhibido por su sordomudez de asumir la corona española). Doña Carmen Polo de Franco soñó infructuosamente con impedir la proclamación de Juan Carlos I, primo hermano de Alfonso de Borbón y Dampierre, y convertir a su nieto político en el rey Alfonso XIV de España, con María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco de Borbón y Dampierre como reina consorte. El matrimonio terminó en divorcio. Alfonso de Borbón y Dampierre falleció en un accidente de esquí sufrido en los Estados Unidos a principios de 1989, a la edad de 52 años. Cf.PAYNE, Stanley G., Franco: el perfil de la Historia, Madrid, Espasa Calpe, abril de 1994, pp.52, 211-215, 228-229, http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_de_Borb%C3%B3n_y_Dampierre, http://es.wikipedia.org/wiki/Carmen_Mart%C3%ADnez-Bordi%C3%BA. (N.del a.)

miércoles, 21 de mayo de 2014

Mala pasada

Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña era tataranieto de Cornelio Saavedra, presidente de la Primera Junta. Su madre Rosa Sáenz Peña era hija del presidente Roque Sáenz Peña y nieta del presidente Luis Sáenz Peña. Su padre Carlos Alberto Saavedra Lamas fue el primer argentino galardonado por la Academia Sueca, que le otorgase el Premio Nobel de la Paz en 1936. 
Tataranieto de prócer, nieto y biznieto de presidentes, hijo de Premio Nobel: a Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña parecía aguardarle un porvenir brillante. Pero el destino le jugó una mala pasada. Según fuentes mediáticas, habría asesinado accidentalmente, en su juventud, a un compañero del Ejército, impulsando a su familia a recluirle preventivamente en una estancia cordobesa, abundantemente provisto de vituallas y dinero por su grupo familiar. Allí se haría notar por su cultura, su misoginia, su puntillosidad y su portación de armas. Este último rasgo le jugaría la peor pasada de su vida en 1973, al asesinar misteriosamente a su vecino Ramón Nazario Ruiz y a Lucio Oroná, hijo de Ramón Nazario Ruiz. Saavedra Sáenz Peña pasó varios años entre rejas y pretendió comprar el silencio de los deudos de sus víctimas, cediéndoles su estancia con cabezas de ganado y una casa en la capital cordobesa y ofreciéndoles costear los estudios del hijo menor de Ramón Nazario Ruiz. Todo parece indicar que los deudos no aceptaron la propuesta de Saavedra Sáenz Peña, quien, en 1979, tras su excarcelación, liquidó sus bienes en el paraje cordobés de El Diamante, donde perpetrara su misterioso crimen, sin que nunca más se supiera de él. Según el website genealógico http://www.genealogiafamiliar.net/getperson.php?personID=I46816&tree=BVCZ,  Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña falleció el 24 de marzo de 2011, seis meses antes de cumplir sus 90 años, aunque dicho website no especifica dónde expiró, si es que realmente ha muerto.
En los imponentes festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo, Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña, tataranieto de Cornelio Saavedra, podría, de haber podido exhibirse como un anciano lúcido sin antecedentes criminales, haber compartido palco con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su conyugal predecesor. Pero, a diferencia de su tatarabuelo, Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña no estaba destinado a ser un prócer de la revista Billiken. Por esas trastadas de un destino aparentemente incorregible, apareció en las páginas policiales de la historia argentina, proporcionando anualmente una ingrata contracara a las vísperas de un 25 de Mayo supuestamente festivo. Como el que está avecinándose, por enésima vez, en suelo argentino. 
Gregorio Oroná, hijo y hermano de los dos cordobeses misteriosamente asesinados por Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña

martes, 6 de mayo de 2014

Bel canto

Anteayer, en el Colón, vi un Barbero de Sevilla bastante aceptable. Al verlo, recordé que mi primer contacto con la ópera había sido a los 11 años, cuando no perdía una sola emisión de Operación Ja Ja y Jorge Porcel abría el sketch de la Peluquería de don Mateo con mi abuelastro-padrino Ernesto Pena como apuntador y haciendo playback con el primer aria de Fígaro. Sin duda no fue un primer contacto realmente serio. A mi madre aún no se le había despertado el bichito de la ópera. Hablo de 1981 y mi madre recién se apasionó por la ópera tres años después, al contratar su primer abono operístico del Colón e intentar, sin mucho éxito, hacerme ver una versión cinematográfica de La Traviata dirigida por Franco Zeffirelli. A los 18 años mi madre logró, con mayor fortuna, hacerme ver La flauta mágica a cargo de un aceptable grupo operístico amateur en el Teatro Margarita Xirgu. A los 20, mi madre logró zambullirme definitivamente en el hermoso mundo operístico, gracias a un aceptable Cosí fan tutte montado en el Colón.
Mi primer contacto con la ópera no fue realmente serio. Pero, anteayer, en el Colón, al escuchar el primer aria de Fígaro, no pude sino recordar a Porcel haciendo playback con la música de Rossini. Mi madre dejó este mundo el 14 de enero del año en curso, tras haber logrado que yo lleve casi un cuarto de siglo deleitándome regularmente, en el Colón y otros teatros líricos, con los infinitos placeres del bel canto.



El jefe de Gobierno porteño, ingeniero Mauricio Macri, posa junto a una réplica del don Mateo de Porcel

jueves, 1 de mayo de 2014

Vagos y malentretenidos

En el invierno austral de 1982, concluida la guerra de Malvinas, muchos argentinos empezaron a pronunciarse contra el servicio militar obligatorio, vigente en la Argentina desde 1901. Los objetores de la conscripción sentían una justa indignación ante los abusos perpetrados por militares profesionales contra los conscriptos movilizados al gélido archipiélago sureño, sumados a los vejámenes sufridos por conscriptos de clases anteriores. Tales atropellos inducían a muchos argentinos a cuestionar la ridícula creencia en la conscripción como fuente de masculinización y única forma válida de servir a la Patria. Los Testigos de Jehová daban el ejemplo al negarse a prestar el servicio de armas y elegir el encarcelamiento por incumplimiento de la ley Ricchieri. Mis mucamas de aquellos años, allegadas a los Testigos de Jehová, me daban a leer números de la revista ¡Despertad!, frecuentemente prorrumpida en vehementes expresiones antimilitaristas.  
En una tarde de 1987, suscribí un petitorio a favor de la abolición de la conscripción. Yo tenía 17 años y mi clase sería sorteada para la conscripción al año siguiente. Las dos entregas del documental La República perdida y mis primeras lecturas de historia argentina me habían enseñado a desconfiar de la abusiva corporación castrense. Las libretas de enrolamiento de mi padre y mi abuelo paterno denunciaban que el "partido militar" les había obligado a hacer la conscripción y prohibido votar durante largos periodos. Sus primeras credenciales cívicas acusaban pavorosos baches cronológicos entre constancias electorales, análogos a los acusados por la libreta cívica de mi madre.
Yo quería que los militares me dejaran votar y no me obligaran a aprender a matar. Firmé la petición y Dios quiso que el sorteo militar de mi clase me eximiera de la innecesaria conscripción. El 14 de mayo de 1989 voté por primera vez. Durante mi primer cuarto de siglo de elector, nunca debería soportar, a diferencia de mis mayores, que un puñado de militares se creyera autorizado a impedir mi voto. En mi primera credencial cívica, que no era una aborrecible libreta de enrolamiento, sino un discreto DNI, mi primera constancia electoral contemplaba, con justificado aire triunfal, su lícito predominio sobre mi constancia de excepción al execrado servicio de armas. Formar fila para votar, en una escuela, era más honroso que formar fila para una revista castrense en un patio militar. Prefería ver chicos de cuarto grado jurando lealtad a la Bandera en un acto escolar a ver conscriptos jurándola ante militares de dudoso patriotismo y presuntamente autorizados a obligarlos a renunciar a un año de trabajo o estudios en aras de un presunto servicio de armas.
La ley Ricchieri, nonagenaria y cuestionada, se resistía a morir. Para lograr su muerte el conscripto neuquino Omar Carrasco debió conocer una muerte espantosa en 1994. Fue la gota que colmó el vaso. La ley Ricchieri fue condenada a muerte por derogación. A principios de 1995, el general Martín Balza, emblema del ejército posgolpista, despedía públicamente a los últimos conscriptos. 
Veinte años después del asesinato de Carrasco, la reintroducción de la conscripción ha sido propuesta por el intendente bonaerense Jesús Cariglinoel senador provincial Mario Ishii y el ministro bonaerense Alejandro Granados, como una forma de inserción social para jóvenes sin ocupación permanente. Cariglino Ishii y Granados deben ser grandes lectores de José Hernández, pues parecen estar proponiendo la reintroducción del sistema de levas militares con servicio de frontera, preconizado para los presuntos "vagos y malentretenidos" de la campaña bonaerense decimonónica, descrita en el Martín Fierro, como si la Argentina del siglo XXI no difiriese en absoluto de la Argentina del siglo XIX.

Presuntos "vagos y malentretenidos" de la campaña bonaerense decimonónica