domingo, 29 de junio de 2014

Salón de banquetes

En 1984 yo tenía catorce años y una revista porteña me informó sobre el encuentro entre dos ídolos míos de adolescencia: el rey español Juan Carlos I y el presidente argentino Raúl Alfonsín. Me interesó particularmente la cobertura periodística de la cena de etiqueta ofrecida por Juan Carlos I a su visitante argentino en el inmenso salón de banquetes del palacio madrileño de Oriente.
En marzo de 1989, poco antes de mi decimonoveno cumpleaños, coroné mi primer periplo europeo con una estadía de una semana en la capital española. Que, por supuesto, incluyó una visita al palacio de Oriente. Allí supe que dicho palacio madrileño había sido habitado por los reyes españoles entre Carlos III, coronado en 1759, y Alfonso XIII, destronado y desterrado en 1931. También que Juan Carlos I, coronado en 1975, prefería vivir en el palacio de la Zarzuela y reservar la casa de sus predecesores para los actos protocolares. Cuando visité Madrid, Raúl Alfonsín transitaba el accidentado tramo final de su presidencia. Volví a Buenos Aires con una crisis hiperinflacionaria y cambiaria en puerta.
En el palacio de Oriente me impactó particularmente el salón de banquetes, con su mesa imperial de incontables cubiertos. No sé por qué, pero fue lo que más me impactó del palacio madrileño desocupado a la fuerza, en 1931, por Alfonso XIII. Palacio otrora habitado por un Alfonso XIII miserablemente obligado a fallecer en Roma por una Segunda República Española presidida por un Niceto Alcalá Zamora humillantemente sentenciado a expirar en Buenos Aires por una dictadura franquista aparentemente autorizada a prohibir el reinado del hijo de Alfonso XIII, cuyo nieto Juan Carlos I y biznieto Felipe VI saludarían a sus súbditos, en sus respectivas proclamaciones reales, desde los balcones de un palacio madrileño distinguido por su deslumbrante salón de banquetes.


  Mesa imperial del salón de banquetes del palacio madrileño de Oriente

domingo, 22 de junio de 2014

El hombre virtuoso

"(...) Cuando Úrsula se dio cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el acordeón en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era como si en ambos se hubieran concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.
"De acuerdo", dijo Úrsula, "pero con una condición: yo me encargo de criarlo"
"Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba Úrsula, habían determinado la decadencia de su estirpe (...)".

Gabriel García Márquez
Cien años de soledad (1967)

Algo se deduce del principal texto del merecidísimo Nobel literario colombiano, recientemente fallecido a una edad menos avanzada que la edad cuasi-inverosímil alcanzada por su inolvidable heroína Úrsula Iguarán de Buendía. García Márquez expresa, a su peculiarísimo modo, que la virtuosidad no es un acto voluntarista. Debe coadyuvar (y ser coadyuvado) por circunstancias históricas concretas. Lo sabía, a su peculiar modo, el longevo rey francés Luis XIV, al enterarse, en 1700, de la vacancia del muy apetecible trono hispano-indiano, derivada de la extinción de la rama dinástica hispano-habsburguesa, que impelió al Rey Sol a apadrinar sonoramente la candidatura real del duque Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Dicho padrinazgo costaría al Rey Sol la prolongada guerra sucesoria coronada por la paz de Utrecht. Paz formalizada dos años antes del deceso de Luis XIV y con la confirmación del duque de Anjou como primer monarca hispano-borbónico, bajo el nombre de Felipe V. Como Úrsula Iguarán de Buendía, Luis XIV parece haber previsto la decadencia de la rama dinástica franco-borbónica. Decadencia revelada por los opacos reinados del biznieto y choznos de Luis XIV (Luis XV, Luis XVI y Luis XVIII). Decadencia revelada por la presunta imposibilidad  de coronar a Luis XVII, hijo de un Luis XVI guillotinado por una revolución aparentemente autorizada a prohibir la coronación del último Delfín. Los gallos de pelea y las mujeres de mala vida no parecen haber ocupado un espacio particularmente destacado en la rama dinástica hispano-borbónica, cuya empresa más delirante parece haber sido la continuidad del imperio hispanocolonial creado por la rama dinástica hispano-habsburguesa y progresivamente devenido en bloque de naciones independientes bajo los monarcas hispano-borbónicos decimonónicos. Evidentemente Luis XIV, máximo exponente franco-borbónico, previó la decadencia de la rama francesa de su estirpe y cifró su autorregeneración en la creación de su rama española. Creación posibilitada por los vínculos familiares entre las ramas dinásticas hispano-habsburguesa y franco-borbónica. Creación preferida por Luis XIV a la proclamación de un rey de España procedente de una rama dinástica austro-habsburguesa poco apreciada en una Francia que no aprobaría el casamiento de Luis XVI con la princesa austro-habsburguesa María Antonieta. La frase Después de mí, el diluvio, atribuida a Luis XV, parecía más atribuible al Rey Sol que a su biznieto.

La accidentadísima trayectoria histórica de la rama dinástica hispano-borbónica revela la interdependencia recíproca entre virtuosidad y realidad. Felipe V necesitó la guerra de sucesión española y la paz de Utrecht para confirmarse como primer monarca hispano-borbónico. Monarca de una hispanidad relativizada por ese origen francés que Luis XIV le desaconsejó olvidar. Fernando VII necesitó emanciparse de la tutela franco-napoleónica para consolidarse en el trono español. Isabel II necesitó derrotar a su tío Carlos María Isidro en las guerras carlistas para confirmarse como reina de España. Guerras carlistas que no impidieron el destronamiento y prolongadísimo exilio parisino de Isabel II. Exilio parisino interrumpido por las esporádicas estancias españolas de una Isabel II malamente reemplazada, durante unos pocos años, por el duque italiano Amadeo de Saboya, coronado rey  de España bajo el nombre de Amadeo I.  Exilio parisino estoicamente sobrellevado por una Isabel II precariamente sustituida por un Amadeo I concebido por el monarca italiano Víctor Manuel II. Exilio parisino sufridamente vivenciado por una Isabel II toscamente desplazada  por un Amadeo I concebido por un Víctor Manuel II sucedido por un Humberto I asesinado por un anarquista y sucedido por Víctor Manuel III. Por un Víctor Manuel III posteriormente devenido en rey-títere de Benito Mussolini  y anfitrión de su destronado par español Alfonso XIII. De un Alfonso XIII devenido en rey-títere de Miguel Antonio Primo de Rivera. De un Alfonso XIII nacido huérfano de padre. De un Alfonso XIII desterrado a Roma por una Segunda República Española derribada por un ahijado de casamiento de Alfonso XIII, llamado Francisco Franco. República derribada por un Franco autoproclamado dictador vitalicio de España. República derribada por un Franco presuntamente autorizado a obligar al hijo de Alfonso XIII a abdicar sus derechos dinásticos en favor de Juan Carlos I. En favor de un Juan Carlos I recientemente abdicado en favor de un Felipe VI. Mejor Felipe, sentencia una leyenda política estampada a un vasto edificio policial porteño y alusiva a la exitosa reelección del gobernador bonaerense Felipe Solá en 2003. Mejor Felipe, pareció decir Luis XIV a los españoles al proponer a su nieto Felipe de Anjou como rey de España. Mejor Felipe, pareció decir Juan Carlos I al anunciar su abdicación a favor de su hijo Felipe VI.

  Juan Carlos I con Gabriel García Márquez

¿Está Felipe VI destinado a compatibilizar mutuamente virtuosidad y realidad? ¿Es Felipe VI el hombre del destino vislumbrado en Charles de Gaulle por un Winston Churchill resistido por un Franco reunido en Hendaya con Adolf Hitler y apadrinado en sus nupcias por Alfonso XIII? Las circunstancias históricas parecen haberle predestinado a tan loable fin. A diferencia de Felipe V e Isabel II, Felipe VI no ha necesitado guerras para confirmarse como rey de España. A diferencia de Fernando VII y Alfonso XII, Felipe VI no sucede a monarcas intrusos como José I y Amadeo I. A diferencia de Isabel II y Alfonso XIII, la proclamación de Felipe VI no sucede al desmembramiento irreversible de un imperio hispanocolonial. A diferencia de Alfonso XIII, Felipe VI no nació huérfano de padre. A diferencia de Alfonso XII, Felipe VI no sucede a exóticos experimentos republicanos reeditados con funestas consecuencias  tras destronarse a Alfonso XIII. A diferencia de Juan Carlos I, Felipe VI no sucede a una dictadura infructuosamente exaltada en un Tejerazo hábilmente abortado por Juan Carlos I.  En un Tejerazo protagonizado por militares hispánicos que recordaron a la reina Sofía a los coroneles griegos pronunciados contra la realeza helénica durante el año de la primera edición de Cien años de soledad. De la primera edición de la obra cumbre de un García Márquez firmante de dos novelas protagonizadas por coroneles honoris causa. De un García Márquez firmante de una indescriptible obra literaria seguramente degustada por la culta reina Sofía
La reina Sofía ha sido alabada en el primer discurso real de su hijo Felipe VI. En Cien años de soledad, la centenaria lucidez de Úrsula Iguarán de Buendía terminaba degenerando en una galopante demencia senil. Demencia senil que impedía que la heroína de García Márquez percibiese la inviabilidad de sus expectativas de un tataranieto virtuoso. Tataranieto imaginado por Úrsula Iguarán de Buendía en un pontificado conferido en 2013 a un Jorge Bergoglio reputado como hombre virtuoso y tan latinoamericano como García Márquez. Como Úrsula Iguarán de Buendíala reina Sofía también parece haber estado destinada a formar un hombre virtuoso felizmente alejado de factores de decadencia. Los años del reinado de Felipe VI dirán si lo logró o no.

martes, 17 de junio de 2014

Machismo español

En tiempos de Manuel Belgrano, la información internacional viajaba despacio. No existían la electricidad, ni el telégrafo, ni el teléfono, ni el correo aéreo, ni el teléfono, ni la radio, ni la televisión, ni mucho menos el fax, la Internet, el correo electrónico, ni el mensaje de texto. Poca gente sabía leer y escribir. Escribir, para quienes sabían hacerlo, era engorroso: no existían ni la lapicera, ni el bolígrafo, ni la máquina de escribir, ni mucho menos el procesador de textos. Belgrano, muy afecto a la escritura, debía conformarse con humedecer su pluma de ganso en tinta de dudosa calidad. 
Siempre llegaba algún barco a la ciudad-puerto porteña, devenida en capital virreinal en el decenio de 1770, por decisión de Carlos III. Ese Carlos III era abuelo paterno de Carlota Joaquina, a quien Belgrano dirigiría floridas misivas a fines de la primera década del siglo XIX. Misivas que Belgrano empezó a redactar cuando los lentos bergantines-correo transatlánticos a vela empezaron a fondear en la rada porteña portando, no sin algún retraso, malísimas nuevas de una Península Ibérica impiadosamente sojuzgada por el insaciable emperador francés Napoleón I. Por un Napoleón I que había proclamado a su hermano José como el rey José I de España e Indias, tras haber obligado a Carlos IV y Fernando VII, padre y hermano de Carlota Joaquina, a abdicar la corona hispano-indiana. Carlota Joaquina había sido entregada en matrimonio, siendo muy niña, al futuro monarca portugués Juan VI. La anglofilia lusitana tornaba a Portugal en un bocado muy apetecible para el voraz apetito de poder del muy anglófobo Napoleón I, quien acabó sus días tras seis años de encarcelamiento en la insular y remotísima prisión inglesa de Santa Elena, perdida en las inmensidades atlánticas.
A principios del siglo XIX, la sociedad porteña tardaba menos en reaccionar que en informarse. Durante las Invasiones Inglesas, la colonia española del Plata occidental se había negado categóricamente a devenir en una colonia inglesa. Enterada de la mala suerte de España, se negaba tajantemente a convertirse en una colonia francesa.  ¿Qué proponía Belgrano a Carlota Joaquina, refugiada con la familia real portuguesa en su corte carioca? Pues nada menos que asumir la corona hispano-indiana en calidad de regente, hasta la restauración de los Borbones en el trono español. ¡Audaz propuesta para una mujer en la muy machista sociedad española de su tiempo, donde una testa coronada protegía muy relativamente a las féminas de la atroz misoginia hispana!¡Audaz propuesta para una mujer hispánica, aunque fuese la hija de Carlos IV, quien había iniciado su reinado autorizando la sucesión real femenina mediante una Pragmática sanción efectivizada en 1830 por Fernando VII para poder ser sucedido por Isabel II! Por una Isabel II que, como su tía Carlota Joaquina y su nuera María Cristina, padecería en carne propia un atroz machismo español. Machismo español refrendado por un Francisco Franco absolutamente negado a permitir que su dictadura vitalicia fuese sucedida por una reina con príncipe consorte, como lo fuera, en su momento, la reina Victoria de Inglaterra, abuela de una Victoria Eugenia casada con un Alfonso XIII elegido por el Generalísimo como padrino de casamiento.
La propuesta belgraniana quedó en humo, en tiempos en que los sioux no disponían de otros medios de telecomunicación que sus prototelegráficas humaredas. Napoleón I perdió su trono. Fernando VII recobró su corona y obligó a Carlos IV a morir en Roma, donde la Segunda República Española y el franquismo obligarían a morir a Alfonso XIII y nacer a un Juan Carlos I recientemente abdicado en beneficio de su hijo Felipe VI. De un Felipe VI próximo a ser proclamado rey en vísperas de un nuevo aniversario del fallecimiento de Belgrano. De un Belgrano graduado en leyes en la España de Carlos IV y fallecido sin haber podido convertir en regente del trono español a Carlota Joaquina, madre y abuela de dos emperadores brasileños. El carlotismo quedó en humo. El enraizadísimo machismo español permitió que el carlismo, nacido al morir el hermano de Carlota Joaquina, gozara, para mal de España, de buena salud durante más de un siglo. Dios permita que la mentalidad hispana evolucione. Y que Felipe VI pueda ser sucedido por su hija Leonor I. Por una Leonor I que ojalá sea menos desdichada que Carlota Joaquina, tía bisabuela de Alfonso XIII, nieto de Isabel II y tatarabuelo de la futura Leonor I. Que no por ser un español varón fue más afortunado: pasó su último decenio viviendo de la caridad de un Mussolini apoyado por el ahijado de casamiento de Alfonso XIII. Ahijado que nunca permitió que el hijo de su padrino fuese rey, como le hubiese correspondido de pleno derecho.


    
Carlota Joaquina

domingo, 15 de junio de 2014

Dios salve al Rey

En los últimos años de su largo periplo gubernativo-vital, el dictador español Francisco Franco se preguntaba cómo ciertos españoles podían odiarle, siendo que él pretendía ser padre de todos los españoles. Franco, padre de una hija única, no había sido un padre particularmente prolífico, a diferencia de su cuñado Alfonso Jariaíz Jerez, padre de diez hijos, o de su yerno Cristóbal Martínez Bordiú, progenitor de siete vástagos. Tal vez su escasez de hijos biológicos instaba al Generalísimo a adoptar un aire paternal con sus gobernados. Francisco Franco no era particularmente considerado con otros padres poderosos como el Caudillo. Prohibió a Juan de Borbón asumir la corona española, aunque Alfonso XIII, nacido huérfano de padre y padre de don Juan, hubiese apadrinado el casamiento de Franco.
Este 15 de junio de 2014, el Día del Padre argentino sorprende a la Argentina con su Madre Patria situada ante un previsible cambio de titularidad en el trono español. La abdicación de su padre Juan Carlos I obliga a Felipe de Borbón, padre de la futura Leonor I,  a anticipar su conversión en Felipe VI. En España el Día del Padre se celebra el 19 de marzo, día de San José, padre de Jesús de Nazaret. Quiera Dios iluminar a todos los padres, reyes o no, en su ardua tarea.



1968. El futuro Felipe VI es bautizado en presencia del Generalísimo Franco y del futuro Juan Carlos I, con el padrinazgo del hijo y de la viuda de Alfonso XIII

domingo, 8 de junio de 2014

Caminos reales

El 3 de mayo de 2014, en una nota publicada en el matutino porteño La Nación Martín Rodríguez Yebral tildó de "sinuoso" el camino a recorrer por los príncipes de Asturias hacia el trono español. Faltaba más de un mes para el histórico anuncio de abdicación del rey Juan Carlos I, que, en no muchos días,  obligará al príncipe Felipe de Borbón a convertirse en el rey Felipe VI de España y a la princesa Letizia Ortiz a devenir en la reina Letizia del mismo país ibérico.

Si Rodríguez Yebral repasara la historia española de los últimos tres siglos, percibirá que la trayectoria histórica de los Borbones españoles ha sido accidentada desde sus inicios, a comienzos del siglo XVIII, cuando el rey francés Luis XIV necesitó una guerra sucesoria y la paz de Utrecht para imponer en el trono español a su nieto Felipe de Anjou. En 1808 Napoleón I obligó a Carlos IV y Fernando VII a abdicar en favor de José Bonaparte. Isabel II necesitó las guerras carlistas para ser coronada y acabó sus días contemplando, desde su larguísimo exilio parisino, una restauración borbónica consumada tras el fallido reinado de Amadeo de Saboya y la efímera Primera República Española. Alfonso XIII murió en su exilio romano, tras perder el poder a manos de Miguel Antonio Primo de Rivera y el trono a manos de la frustrada Segunda República Española. El padre de Juan Carlos I fue obligado por Franco a abdicar sus derechos sobre la Corona en beneficio de su hijo, jaqueado en 1981 por el Tejerazo. Nunca han tenido una vida fácil, pese a la sobria elegancia española de sus palacios madrileños. 

Manuel Gálvez atribuye una curiosa sentencia a Hipólito Yrigoyen, argentino de ascendencia vasco-española: No podemos hablar de caminos reales cuando ni huellas tenemos Los Borbones españoles han debido invertir muchas huellas en sus caminos reales.

Felipe de Borbón con su esposa Letizia y sus hijas Leonor y Sofía



domingo, 1 de junio de 2014

La máscara de Fernando VII[1]



Castillo de Valençay, Francia, viernes 25 de mayo de 1810.   En su lujosa prisión, el monarca español Fernando VII humedece su pluma para deshacerse en ditirámbicas adulaciones epistolares remitidas a su carcelero Napoleón I, quien, según León Tolstoi[2], advirtiera severamente contra quienes osasen tocar la diadema imperial conferida por el Señor a un Gran Corso autocoronado ante un Pío VII limitado por Bonaparte a bendecir el Primer Imperio[3]. Mucho dista Fernando VII de predecir que Roma, ciudad habitada por el Papa Pío VII, también será la ciudad mortuoria asignada por Fernando VII a su padre Carlos IV y por la Segunda República Española a su biznieto Alfonso XIII. Mucho dista Fernando VII de predecir que el París habitado por Napoleón I también será la ciudad mortuoria que los avatares de la política española impondrán a su hija Isabel II. Fernando VII no ignora que su pluma no sólo produce obsecuentes epístolas para Napoleón I, sino también misivas menos obsequiosas para el príncipe Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII. Pero mucho dista Fernando VII de predecir que Carlos María Isidro disputará fieramente el trono español a su pequeña sobrina Isabel II[4].
Fernando VII firma su obsecuente misiva a Napoleón I. Se dispone a lacrarla con su suntuoso anillo de sello cuando un criado de librea le anuncia la visita del príncipe Luis Bonaparte, hermano de Napoleón I, quien pronto dejará de ser el rey impuesto por Napoleón I a los holandeses bajo el nombre de Luis I. Le preceden su pequeño hijo Carlos Luis Napoleón Bonaparte, la gobernanta del niño y un criado de librea portando un obsequio de Napoleón I para Fernando VII. Fernando VII se muestra encantado ante el pequeño Carlos Luis Napoleón. Mucho dista Fernando VII de predecir que tiene ante sí al futuro emperador francés Napoleón III, quien alguna vez intentará conferir al archiduque vienés Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador austríaco Francisco José I, ese imperio mexicano jamás heredado por Fernando VII y arrebatado por el monarca hispano-habsburgués Carlos I, antepasado de Maximiliano de Habsburgo, al emperador azteca Moctezuma II. Mucho dista Fernando VII de predecir que Napoleón III asilará en Francia a la destronada primogénita de Fernando VII.
A instancias de su padre, Carlos Luis Napoleón sostiene el presente de su tío Napoleón I para Fernando VII y se lo entrega a su augusto destinatario. El obsequio en cuestión resulta ser una máscara sudanesa traída por Napoleón I de Egipto. En su carta a Napoleón I, Fernando VII agradece el presente en una posdata agregada en un francés similar al catalán empleado en un condado barcelonés destinado a recaer en un tataranieto de Fernando VII llamado Juan de Borbón, quien nunca podrá convertirse en el rey Juan III de España[5].
Se retiran las visitas. En una casa vecina, una niña francesa de buena cuna recibe su lección particular de guitarra. Los acordes recuerdan a Fernando VII la dulzura de las guitarras estiladas en una Andalucía destinada, más de setenta años después, a presenciar el nacimiento de un niño malagueño llamado Pablo Picasso, destinado a una brillantísima carrera artística y a experimentar con máscaras africanas similares a la máscara obsequiada a Fernando VII por su augusto carcelero. Picasso llegará a París seis años después del deceso de la primogénita de Fernando VII en la capital francesa. Pero mucho dista Fernando VII de predecir tales sucesos, que él nunca presenciará. Mucho dista Fernando VII de predecir que la máscara de Fernando VII será el mote conferido por ciertos historiadores al gobierno que ciertos señores afirman, en ese viernes 25 de mayo de 1810, estar asumiendo, en el Cabildo porteño, en nombre del ilustre huésped de Valençay.

   

Máscara africana perteneciente a la Cultura Fang y similar a las estudiadas por Pablo Picasso en el París de principios del siglo XX



[1] Los hechos referidos en este escrito no son enteramente históricos. (N.del a.)

[2] Según Tolstoi, el emperador francés Napoleón I, coronado en París el 2 de diciembre de 1804, recibió la corona imperial con la frase Dieu me la donne, gare à qui la touche (“Dios me la dona, guay de quien la toca”).  Cf.TOLSTOI, L., Guerra y paz, Barcelona, Nauta, 1971, vol.1, p.21. (N.del a.)

[3] En 1808, Napoleón I había invadido España y obligando a los monarcas hispanos Carlos IV y Fernando VII a abdicar la corona española en beneficio de José Bonaparte, hermano de Napoleón I, proclamado rey de España e Indias bajo el nombre de José I. Napoleón I había encarcelado a Fernando VII en el castillo francés de Valençay. La invasión francesa de España suscitó una dura resistencia por parte del pueblo español. En 1813, Napoleón I restituyó el trono español a Fernando VII. En 1815, la caída definitiva de Napoleón I consolidó el proyecto absolutista de Fernando VII, quien ocupó el trono español hasta su muerte en 1833. (N.del a.)

[4] En 1713, el monarca español Felipe V, nieto del rey francés Luis XIV, promulgó la denominada Ley Sálica, que prohibía que una mujer fuese reina gobernante de España (sólo se le permitía ser reina consorte). En 1830, Fernando VII, biznieto de Felipe V, promulgó, acuciado por su falta de descendencia masculina, la denominada Pragmática Sanción, propuesta en 1789, al empezar el reinado de Carlos IV, y carente de vigor hasta 1830. La promulgación de la Pragmática Sanción permitió proclamar a la infanta Isabel de Borbón, primogénita de Fernando VII, como futura reina de España. Carlos María Isidro negó la validez de la Pragmática Sanción y libró las denominadas guerras carlistas con la intención de disputar el trono español, finalmente conferido en 1844 a Isabel II, nacida en 1830. En 1868, Isabel II fue destronada por la denominada Revolución Gloriosa, residiendo gran parte de sus restantes años de vida en París, donde falleció en 1904. (N.del a.)

[5] Alusión al conde Juan de Barcelona, padre del actual monarca español Juan Carlos I, a quien el dictador Francisco Franco desconoció sus derechos sucesorios sobre la corona española, finalmente abdicados por don Juan en beneficio de su hijo. (N.del a.)