jueves, 1 de mayo de 2014

Vagos y malentretenidos

En el invierno austral de 1982, concluida la guerra de Malvinas, muchos argentinos empezaron a pronunciarse contra el servicio militar obligatorio, vigente en la Argentina desde 1901. Los objetores de la conscripción sentían una justa indignación ante los abusos perpetrados por militares profesionales contra los conscriptos movilizados al gélido archipiélago sureño, sumados a los vejámenes sufridos por conscriptos de clases anteriores. Tales atropellos inducían a muchos argentinos a cuestionar la ridícula creencia en la conscripción como fuente de masculinización y única forma válida de servir a la Patria. Los Testigos de Jehová daban el ejemplo al negarse a prestar el servicio de armas y elegir el encarcelamiento por incumplimiento de la ley Ricchieri. Mis mucamas de aquellos años, allegadas a los Testigos de Jehová, me daban a leer números de la revista ¡Despertad!, frecuentemente prorrumpida en vehementes expresiones antimilitaristas.  
En una tarde de 1987, suscribí un petitorio a favor de la abolición de la conscripción. Yo tenía 17 años y mi clase sería sorteada para la conscripción al año siguiente. Las dos entregas del documental La República perdida y mis primeras lecturas de historia argentina me habían enseñado a desconfiar de la abusiva corporación castrense. Las libretas de enrolamiento de mi padre y mi abuelo paterno denunciaban que el "partido militar" les había obligado a hacer la conscripción y prohibido votar durante largos periodos. Sus primeras credenciales cívicas acusaban pavorosos baches cronológicos entre constancias electorales, análogos a los acusados por la libreta cívica de mi madre.
Yo quería que los militares me dejaran votar y no me obligaran a aprender a matar. Firmé la petición y Dios quiso que el sorteo militar de mi clase me eximiera de la innecesaria conscripción. El 14 de mayo de 1989 voté por primera vez. Durante mi primer cuarto de siglo de elector, nunca debería soportar, a diferencia de mis mayores, que un puñado de militares se creyera autorizado a impedir mi voto. En mi primera credencial cívica, que no era una aborrecible libreta de enrolamiento, sino un discreto DNI, mi primera constancia electoral contemplaba, con justificado aire triunfal, su lícito predominio sobre mi constancia de excepción al execrado servicio de armas. Formar fila para votar, en una escuela, era más honroso que formar fila para una revista castrense en un patio militar. Prefería ver chicos de cuarto grado jurando lealtad a la Bandera en un acto escolar a ver conscriptos jurándola ante militares de dudoso patriotismo y presuntamente autorizados a obligarlos a renunciar a un año de trabajo o estudios en aras de un presunto servicio de armas.
La ley Ricchieri, nonagenaria y cuestionada, se resistía a morir. Para lograr su muerte el conscripto neuquino Omar Carrasco debió conocer una muerte espantosa en 1994. Fue la gota que colmó el vaso. La ley Ricchieri fue condenada a muerte por derogación. A principios de 1995, el general Martín Balza, emblema del ejército posgolpista, despedía públicamente a los últimos conscriptos. 
Veinte años después del asesinato de Carrasco, la reintroducción de la conscripción ha sido propuesta por el intendente bonaerense Jesús Cariglinoel senador provincial Mario Ishii y el ministro bonaerense Alejandro Granados, como una forma de inserción social para jóvenes sin ocupación permanente. Cariglino Ishii y Granados deben ser grandes lectores de José Hernández, pues parecen estar proponiendo la reintroducción del sistema de levas militares con servicio de frontera, preconizado para los presuntos "vagos y malentretenidos" de la campaña bonaerense decimonónica, descrita en el Martín Fierro, como si la Argentina del siglo XXI no difiriese en absoluto de la Argentina del siglo XIX.

Presuntos "vagos y malentretenidos" de la campaña bonaerense decimonónica

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