martes, 29 de abril de 2014

El palacio del bife

Behold the mighty Englishman, 
He rules the Indian small, 
Because being a meat-eater 
He is five cubits tall. 

(Mirad al poderoso inglés/Que gobierna al pequeño indio/Porque como come carne/Tiene cinco codos de altura)

Versos sobre la dominación anglocolonial sobre la India, recitados por escolares indios hacia 1870

En 1857, la poderosa Compañía Británica de las Indias Orientales debió afrontar una enardecida rebelión de los indios hindúes y musulmanes sumados a su ejército privado en calidad de mercenarios. Los rebeldes, conocidos como cipayos, se pronunciaron contra sus amos europeos, que pretendían obligarles a morder cartuchos de fusil embadurnados de una grasa vacuna vedada al hindú y porcina prohibida al musulmán. La Compañía propuso fútilmente reemplazar la grasa por una cera de abejas autorizada por el hinduísmo y el Islam. La rebelión cipaya jaqueó duramente el centenario dominio de la Compañía sobre la India. La reina Victoria I de Inglaterra fue proclamada emperatriz de la India y designó un virrey para el subcontinente indio. 
La rebelión cipaya estatizó el dominio británico sobre la India. Hindúes anglicanizados como Jawaharlal Nehru renunciaron al vegetarianismo hindú practicado a rajatabla por un abogado hindú llamado Mohandas Karamchand Gandhi. Musulmanes europeizados como Mohammed Ali Jinnah desobedecieron los mandatos islámicos contra la carne porcina.
Una Inglaterra devenida en ama de la India también devino en la principal compradora de carne vacuna argentina. Una Francia presuntamente anglófoba proveyó, encarnado en el frigorífico de Charles Tellier, el recurso tecnológico necesario para ubicar a la Argentina entre las principales naciones exportadoras de carne congelada o enfriada. Los ingleses ganarían dos guerras mundiales con carnes argentinas enlatadas en sus morrales militares. Sus mal avituallados rivales argentinos de la guerra de Malvinas deberían robar ovejas kelpers para alimentarse.
En 1932, el gobierno inglés estremeció a la élite dirigente argentina al anunciar, en la Conferencia de Ottawa, su decisión de otorgar preferencia a los productos de los países pertenecientes a la Comunidad Británica de Naciones. El vicepresidente Julio Argentino Roca (h), primogénito de un prominente estanciero, viajó a Londres y negoció un acuerdo destinado a preservar las exportaciones argentinas de carne a Inglaterra. Su anglofilia le impedía percibir que Inglaterra había salido debilitada de la Primera Guerra Mundial, pese a su victoria militar, y que el poderío inglés empezaba a retroceder ante el poderío estadounidense.
En lo referente a carnes, la Argentina de 1932 era la antítesis de la India de 1857, poblada por hindúes vegetarianos y musulmanes renuentes a comer carne porcina. La inmigración europea había traído a la Argentina a judíos supuestamente obligados a abstenerse de carne de cerdo o con sangre, que, en la mayoría de los casos, dejarían, con los años, de comer kosher. La ínfima colectividad islámica argentina, más ceñida a unas normas dietéticas musulmanas similares a las israelitas, constituía un porcentaje insignificante de la creciente población total de una Argentina con una fama de carnívora remontable hasta sus tiempos prehispánicos. Pedro de Mendoza había debido dejar sus vacas junto a las ruinas de la primera fundación de la ciudad de Buenos Aires, acosada por indios alimentados con animales cazados sin armas de fuego. La tira de asado era el plato preferido del general José de San Martín, quien, según su cuestionable biógrafo Bartolomé Mitre, halló en el charquicán un alimento óptimo para el Ejército de los Andes. En Amalia, José Mármol pinta a su execrado Juan Manuel de Rosas devorando un abundante asado vacuno ante una Manuelita contentada con una modesta presa de pato. En El matadero, el antirrosista Esteban Echeverría pinta a unos matarifes rosistas martirizando a un unitario inocentemente apropincuado a un matadero en su silla inglesa. José Hernández pinta a Martín Fierro lamentando la desaparición de la carne con cuero.
A quienes osaban hacerse vegetarianos en la Argentina de los decenios de 1970 y 1980 les preguntaban cómo podían evitar la carne en el país de las vacas. En el Buenos Aires de esos años proliferaban los restaurantes vegetarianos de autoservicio, donde yo saciaba por poco dinero mi voraz apetito de adolescente solitario de escuálido bolsillo, en los almuerzos sabáticos, antes de deleitarme en los cines de Lavalle con las últimas novedades del glorioso cine argentino de los años alfonsinistas, para desconcierto de otros adolescentes, obnubilados por cuanto llevase, en materia cinematográfica, los estridentes colores del Tío Sam, como si la alianza antiargentina anglo-estadounidense de la guerra de Malvinas no les hubiera enseñado a desconfiar de la política latinoamericana del Gran País del Norte. En décadas recientes, unas abominables hamburgueserías multinacionales acentuaron la tendencia carnívora de muchos argentinos, cuya aparente incapacidad de boicotear a esos poderosos envenenadores internacionales contrasta llamativamente con la innegable capacidad de resistencia demostrada por los cipayos indios sojuzgados por la Compañía Británica de las Indias Orientales. Cabe preguntarse si los argentinos habrían avalado la rebelión cipaya de 1857.

    

    El palacio del bife, famosa parrilla marplatense 

No hay comentarios:

Publicar un comentario