viernes, 17 de enero de 2014

De aquí a la Eternidad

En 1998 yo tenía veintiocho años y me psicoanalizaba con un médico psicoterapeuta  del barrio porteño de la Recoleta, cuyo histórico cementerio solía recorrer antes de mis sesiones psicoanalíticas, extrañándome el grado de deterioro y abandono acusado por muchas sepulturas de la más aristocrática necrópolis porteña. Junto a los cuidados sepulcros de figuras públicas se erguían sepulturas de ilustres desconocidos, fallecidos en fechas inmemoriales y evidentemente carentes de descendientes ocupados de sus tumbas. ¿A quién se puede obligar a cuidar del sepulcro de un tatarabuelo que jamás conoció? Por algo lord Carnavon pudo entrar en la tumba de Tutankamón como Perico por su casa y alzarse con el sarcófago de oro macizo del faraón. Si un aristócrata inglés del siglo XX d.C.pudo profanar el sepulcro de un rey egipcio del siglo XIV a.C., ¿a qué Juan de los Palotes del siglo XXX d.C.se le podrá prohibir que saquee la modesta tumba de un comerciante del siglo XIX d.C.?
En los últimos dos decenios, he visto cómo diversos cementerios, públicos o privados, fagocitaban impiadosamente los restos mortales de seres queridos míos. Meses atrás, la enfermedad mortal de mi madre me obligó a ocuparme de la cremación de los restos de mi abuelastro, fallecido en 1998 y sepultado por su pedido expreso en un panteón mantenido en el cementerio de la Chacarita por el sindicato de mi abuelastro, cuyos reglamentos exigen cremar restos de afiliados con más de diez años de fallecidos, con su posterior reubicación en los nichos ceniceros del panteón sindical de mi abuelastro. Hace tres días, sin ir más lejos, acompañé el occiso de mi madre a un cementerio privado de Escobar, donde ya yacían los restos de mis dos abuelas y mi abuelo paterno. 
Tengo 43 años. ¿Quién se ocupará de los sepulcros de mis ancestros cuando yo ya no esté en este mundo o esté demasiado anciano y limitado como para ocuparme de sepulturas familiares? ¿Deberé pedírselo a mi sobrino, nacido en 2011, que jamás conoció a mis abuelos y acaba de perder a su abuela materna dos meses después de su segundo cumpleaños?
La inviabilidad de los sepulcros indefinidamente preservados me pone en guardia contra los cementerios y el polémico negocio funerario. Afortunadamente, existen alternativas. Años atrás tuve un vecino de ascendencia lituana, huérfano de padre desde los doce años. La madre de mi vecino no había podido costear el sepelio de su marido, optando por donar el cadáver de su esposo a una Facultad de Medicina, cuyos futuros galenos de aquel entonces solían disecar cadáveres humanos. Los avances de la medicina científica permiten trasplantar órganos vitales cadavéricos a seres humanos vivos requeridos de trasplantes orgánicos. Basta con que el difunto haya dejado constancia expresa de donación.
En la India no se entierra a los muertos. Se los crema y se dispersan sus cenizas en ríos considerados sagrados por el hinduismo. Los musulmanes prescinden inteligentemente de los onerosos y superfluos ataúdes, limitando la indumentaria fúnebre a sencillas mortajas verdes, color del Islam. Atrás ha quedado, en la Argentina, la engorrosa costumbre del año de luto riguroso, seguido de un año de medio luto e impuesto a nuestros mayores en su niñez.
Los muertos sólo pertenecen, en última instancia, a la Eternidad. De allí la conveniencia de las costumbres fúnebres sencillas. Confiemos nuestros difuntos a nuestro corazón, no a las funerarias.


El arqueólogo Howard Carter, socio científico de lord Carnavon, analizando el cadáver embalsamado de Tutankamón en el Egipto de 1922 




                

           

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